viernes, 17 de julio de 2009

Cuestión de destino



El tarot y la astrología me avisaron de tu llegada.

"Amor intenso con una persona del signo de escorpión. Es una relación kármica, de otras vidas, un regalo, una es­pecie de premio." Y yo quise creerlo.

Porque, además, no podía ser de otra manera. Me en­contraba en el instante justo. Ya había aprendido a ser feliz sola. Ya sabía, desde los huesos hasta el alma, que el amor, entre más lo esperas menos se aparece. Que el gozo por la vida debe nacer de una, no porque el otro existe.

Iba a amarte como si fuera nueva. Por eso comencé a prepararme. Estaba decidida a no repetir vicios antiguos. Revisé mis relaciones anteriores. Lo aprendido en cada una. Los años de trabajo interno para deshacerme de los celos, de la posesividad.

Se cumplirá, me dije. Vendrías porque eras real, no co­mo aquellos hombres inventados en mis sueños, o en la re­alidad, porque durante siglos me la pasé equivocándome, o quizás confundiéndote, pidiéndole peras a los olmos que se cruzaban por mi vida.

Sonreía a solas. Me miraba en el espejo y era otra, con otros ojos, de cristales de azúcar, con brillos de zafiro. Si mal no recuerdo, hasta llegue a ruborizarme de solo imagi­narnos. Mis calles, mis parques, mis balcones, mi persona entera, llena de serpentinas y confetis a causa de tu proxi­midad. Y no era sólo cosa de piel. Era sentirte en una se­gunda envoltura, más abajito de la que se ve y se toca.

Cuando él me vea, pensaba, seguro que me reconoce. Y así fue, solo que yo no lo supe hasta después.

Confieso que alguna tarde, de esas en las que aunque no quieras acabas poniéndote melancólica, me atreví a pre­guntarme quién eras, en dónde estarías en ese momento, si también te habrían anunciado nuestro encuentro. El aire me olía a ti. La certeza de tu existencia era como un arru­llo. Me crecía un ansia por estar ya entre tus brazos, un cosquilleo interno deseoso de caricias y besos. Entonces, ¡qué niña!, corría al puesto de dulces más próximo a com­prarme un Tín Larín. Hace años que prefiero el cálido be­so de un chocolate a los besos vacíos de los desconocidos.

Eso sí, nunca me atreví a inventarte. E hice bien. No te pareces a nada que mi mente hubiera podido forjar. ¡Y eso que la imaginación me sobra!, especialmente en el amor.

Otras veces, pocas, dudé. ¿Y si el tarot se equivoca? Que­da la astrología, saltaba mi parte sana. ¿Y si ambos? Tam­bién está tu intuición, insistía mi ángel de la guarda. ¿En el amor?, brincaba mi neurosis. En el amor, ese tipo de señales se diluyen, se pierden en la irracionalidad del sentimiento, hay una metamorfosis, lo que se percibe cambia.

Y es que nunca me conformé con esos amores a medias que durante años me obstiné en vivir. ¿Acaso no existía otra manera, sin que intentaran robarme la voluntad, sin que me saquearan el alma para alimentarse ellos? No, el amor no podía ser solamente eso, plano, aburrido una vez pasada la pasión inicial, cuando la hay. Algo tan íntimo co­mo el amor te debe conducir a regiones profundas de ti misma, a planos elevados del espíritu y no sólo a la cama y al cine los domingos. Llegué a pensar que mi problema era que esperaba demasiado, que pedir lo que yo pedía era tentar a Dios. Mis periodos sin una relación amorosa se hi­cieron cada vez más prolongados. Dejé de esperar una pa­reja, al menos así como la espera la mayoría de las mujeres. El amor se me desviaba entonces a los libros, a la noche, a los crisantemos.

Pero no, nada de lo que yo hubiera podido imaginar se hubiera acercado a lo que tú eres. Alguien dijo –creo que fue una actriz mexicana– que debemos estar siempre listos para el amor, venga de donde venga. Ahora le doy la ra­zón.

Tampoco sé cuánto tardaste. No contaba los días. Fue una espera sin sobresaltos, con certeza, y tan dulce que hu­biera podido prolongarla. Estaba consciente de que nues­tro encuentro no iba a ser tipo Amor sin barreras o Casablanca, pero ¡por supuesto que habría una señal! ¿Cuál sería? ¿Cuál?

Y pensar que cuando te apareciste no te reconocí. Ese domingo de diciembre en el teatro, cuando te acercaste a preguntarme si esa era la fila para comprar los boletos o para entrar, y te paraste detrás, insisto, no supe que eras tú. Sólo pensé: ¡Qué ojos más transparentes! ¡Y que intensos! Empezamos a conversar. Las palabras nos llegaban como racimos de uvas maduras. Éramos dos seres, hasta este ins­tante desconocidos, hablando un lenguaje común.

“Es que si escribes poesía tienes que leer a Bachelard. Te voy a prestar La poética de la ensoñación. Ni lo busques: está agotado./¿Deveras platicas con los árboles? Creí que yo era la única./Un libro con ilustraciones en color de las pintu­ras de Egon Schiele. Lo traje de París./¿Crees en la reen­carnación?/¿También te gustan los pércimos?”

El azoro se me desbordaba. Hummm, qué hallazgo, en este mundo tan materialista. Pero ni entonces me di cuen­ta. Bueno, ni cuando dijiste que eras escorpión. Menos mal que el destino es el destino y permanece, aunque en oca­siones nos demoremos en identificarlo.

Nuestra primera cita fue en tu departamento. Esa tarde escuché música venida de pueblos lejanos, probé un licor con gusto a moras salvajes y me dejé cautivar por las pala­bras que saltaban de tus manos convertidas en historias mil, incluyendo la tuya.

A las tres semanas de llamarnos todos los días por teléfono y vernos de vez en cuando, me revelaste tu amor por el otoño y los ratos en silencio. "Cuando estoy contigo, en cambio, me gusta el sonido de tu voz", dijiste mirando a la ventana para que yo no pudiera descubrir nada en tus ojos. A mí la sangre se me regó por el rostro. Pero ni así.

Por fin una noche, al despedirnos, nuestros ojos se en­contraron. Nos dimos un beso en la boca, y luego otro y otro, hasta que los cuerpos empezaron a vibrar y tú me em­pujaste hacia la puerta. Fue en el camino a mi casa y, más tarde, entre mis cobijas, que entendí quién eras. Entonces preferí no pensar más en ello.

“Hoy ni creas que voy a dejarte ir”, murmuraste la si­guiente vez que nos vimos, mientras me rociabas de besos la cara y tus manos iban de mis mejillas a mi espalda y de regreso.
Yo temblé encerrada en tu abrazo. Al sentir mi estreme­cimiento me acercaste más hacia ti. “Ven conmigo”, dijiste quedito, ofreciéndome tu mano.

Nos recostamos sobre la lana cruda de tu cama y me ta­paste con tu cuerpo. En esa danza de caricias, la ropa revo­loteaba hasta caer suave sobre la alfombra o sobre la misma cama. Los cuerpos desnudos se reconocieron. Nun­ca nadie me había recorrido de esa manera. Con las palmas de tus manos buscabas en mi piel mundos desde donde brotaban llamados que parecían dirigidos solamen­te a ti. “Aquí me gusta", decretabas deteniéndote en mi torso, en mis axilas, en mis ingles. Qué inmenso tu deseo de abarcarme toda con los labios, de sembrarme de besos cada hueco.

Con tu aliento, me entibiabas el cuello, la cara, el pelo. Enredadas en mis cabellos, tus manos parecían de viento. Desde mi gozo, sentía la fiereza de tus muslos, me embele­saba con tu canto. Tres veces naciste en mi cuerpo bañado por los reflejos de la tarde.

Después, mientras el sudor se nos apagaba junto con el sol, te confesé que los astros ya me lo habían anunciado. A ti también, el café, te prometió "un amor distinto, intenso, con una doble R."
“Me puse a revisar mi agenda, letra por letra”, contaste soltando una carcajada.

Lo que si no quise decirte fue que superaste lo imagina­do. Ni que, a ratos, prefería no pensar en ello.

“¡Qué raro, amar sin que duela”, reflexionaste una maña­na que desayunábamos sobre tu mesa de sándalo, con los libros de tu biblioteca a nuestro alrededor. "Sí, qué raro", admití.

Claro, enseguida surgió el miedo, ese que se va filtrando y se arraiga en el ser con cada muerte en cada relación amorosa. Una desconfianza que camina un par de pasos adelante de nosotros, moviéndose con vida propia. De pronto me encontré esperando que echaras a correr, que te asustaras igual que todos antes en mi historia, que te di­solvieras como esas imágenes en el cine. Aunque una voz dentro de mí repetía: "Alguien que me desviste amorosa­mente para vestir después mi desnudez con pensamientos morados y amarillos, húmedos aún por el agua que los contenía, no le teme al amor." Y, en efecto, no desaparecis­te, porque el nuestro es un encuentro de intensidades.

No importa cuántas veces repitamos las caricias, las pala­bras, los gestos. Lo que se siente es nuevo, como de prime­ra vez.

Son tantos los puentes que me llevan a ti...

Todo es claridad. Ni una sola sombra nos ronda. Amarte es como viajar a ese lugar intuido apenas en algún amante, pero que tanto anhelé en mis fantasías. Es llenarme la boca con tu nombre, salir en las noches de viento y gritarte para que me oigas en donde quiera que te encuentres: “¡Cuánto te amo, Elena, cuánto!”

Rosamaría Roffiel

miércoles, 8 de julio de 2009

Armario



Por fin llegó el día en que, al abrir un armario, le cayó el cadáver encima. Al parecer no se trataba de un fiambre humano, como en las novelas de misterio, sino de un montón de objetos olvidados que, de pronto, se derrumbaron y estuvieron a punto de aplastarle. Así comenzó para este hombre la revelación. En ese momento se dio cuenta de que vivía rodeado de cosas inútiles que no le interesaban absolutamente nada. Tenía montones de libros apilados en las sillas que nunca leería; cajas llenas de revistas, catálogos y recortes de periódicos bajo las camas, trajes apolillados en los arcones, que ya no se podía abrochar; zapatos viejos en las cajoneras, docenas de envases de medicinas caducadas; sobres de bancos, facturas, cartas y recibos; aparatos ortopédicos de algún antepasado muerto, la bicicleta estática que no usaba, trastos y cacharros por todas partes, antiguos regalos de boda y recuerdos de viajes. La sensación de estar rodeado de elementos estúpidos que coartaban su espacio y amenazan con ahogarle se convirtió en una psicosis angustiosa al transferirla igualmente a personas, ideas y fantasmas, que penetraban diariamente en su vida por todas las ventanas con la intención de estrangularle. Aquel día decidió hacer limpieza. Convencido de que nada hay más profundo que el vacío ni más bello que una pared blanca comenzó a regalar muebles, a vaciar armarios, a meter los cachivaches más insospechados en bolsas de basura y a tirarlo todo en el contenedor de la esquina. Fue un trabajo heroico que duró varias jornadas, en las que no se permitió ninguna duda, ninguna nostalgia. En la casa sólo quedaron una cama, una mesa, cuatro sillas, muy pocos libros, unos cubiertos y algunos platos, una botella de whisky, jabón y cepillo de dientes, sales de baño, cinco cuadros muy escogidos y el equipo de música, que ahora hacía sonar un concierto de Mozart para clarinete y orquesta cuyas notas reverberan con una nitidez extraordinaria por primera vez en un espacio desnudo. Al experimentar en su interior la poderosa carga que liberaba el vacío, mientras sonaba Mozart, se juró llevar esa ardua conquista también a su vida. En adelante ningún odio ni resentimiento ensuciarían su cerebro, no dejaría que ningún idiota le robara un segundo de su tiempo, ninguna comida basura entraría en su cuerpo como tampoco ninguna noticia estúpida alimentaría su espíritu. Era consciente de que sólo así, al abrir el armario, no le volvería a caer su propio cadáver encima.
Manuel Vicent